El alma es libre de juzgar las cosas como quiere
Las cosas no deberían, pues, tener influencia sobre el principio director. De hecho, para Epicteto y Marco Aurelio, si al principio director le turban las cosas o si, por el contrario, está en paz, él es el único responsable: él mismo se modifica, escogiendo uno u otro juicio sobre las cosas, una u otra representación del mundo. Como dice Marco Aurelio empleando la palabra «alma» para designar la parce superior y directriz del alma (V, 19): «El alma se modifica a sí misma». Esta concepción existía ya en el estoicismo antes de Epicteto y Marco Aurelio, como muestra este texto de Plutarco:
Es la misma parte del alma, que llaman precisamente dianoia y hégemonikon (facultad de reflexión y principio director), la que cambia y se transforma totalmente en las pasiones y las transformaciones que sufre… Quieren que la pasión misma sea la razón, pero la razón viciosa y depravada que, por efecto de juicio malo y vicioso, adquiere fuerza y vigor.
Volvemos a encontrar aquí otro dogma estoico: no hay oposición, como la que proponían los platónicos, entre una parte racional del alma, buena en sí misma, y una parte irracional, que sería mala, sino que es la parte directriz, la razón — y el propio yo — quien se vuelve buena o mala, en función de los juicios que dirige a las cosas. «El alma se cambia a sí misma con conocimiento o desconocimiento de las cosas.» Esto significa que el alma se encuentra en la verdad o en el error por su propio juicio y por su propia decisión.
Hay que comprender que para Epicteto y Marco Aurelio todo esto debe situarse en el orden del valor que se atribuye a las cosas y no en el orden del ser. Para convencernos mejor de ello, veamos un ejemplo que da Marco Aurelio (VIII, 50). «El pepino que quiero comerme es amargo». Se imprime así en el alma la representación de un pepino amargo. Y el principio director del alma debería tener un solo discurso sobre esta representación: la constatación: «Este pepino es amargo». Reconocemos aquí la representación objetiva y adecuada, la phantasia kataleptiké. Toda la disciplina del asentimiento consistirá en no dar el propio asentimiento más que a la representación objetiva. Pero si añado: «¿Por qué hay semejantes cosas en el mundo?»; o: «¡Zeus se equivoca al permitir semejantes cosas!», añado libremente, desde mí propio interior, un juicio de valor que no se corresponde con el contenido adecuado de la representación objetiva.
En el Manual (§5) de Arriano, la fórmula «Lo que turba a los hombres no son las cosas, sino sus juicios sobre las cosas», se explica muy bien a través de este comentario: «Por ejemplo la muerte no tiene nada temible…, pero lo es a causa del juicio que emitimos sobre la muerte, a saber: que es temible; esto es lo temible en la muerte». Una vez más se trata de un juicio de valor que se añade de una manera puramente subjetiva.
En este campo, el de los juicios de valor, se ejerce el poder del principio director y de su facultad de asentimiento. Este poder introduce en un mundo indiferente, que es «en sí», diferencias de valor. Sin embargo, los únicos juicios de valor verdaderos y auténticos son los que reconocen que el bien moral es el bien, que el mal moral es el mal y que lo que no es ni bueno ni malo moralmente es indiferente, no tiene valor. Dicho de otro modo, la definición estoica del bien y el mal tiene como consecuencia transformar por completo la visión del mundo, despojando los objetos o los acontecimientos de los falsos valores que los hombres suelen atribuirles y que les impiden percibir la realidad en su desnudez. «El juicio [verdadero] dice a lo que se presenta: «He aquí lo que eres en esencia, aunque parezcas ser otra cosa para la opinión corriente». (VII, 68). De este modo, sí «el principio director tiene el poder de hacer que cualquier acontecimiento se le aparezca tal como quiere» (VI, 8), esto no significa que pueda imaginarse cualquier cosa a propósito de la realidad, sino que es libre de atribuir a los objetos el valor que quiera. Y basta con suprimir el falso discurso sobre el valor de los objetos para suprimir el falso valor que les atribuimos. Si se suprime el discurso interior: «Me han engañado», el engaño desaparece, se suprime (IV, 7). Como afirma Epicteto (IV, 1, 110): «No te digas a ti mismo que estas cosas indiferentes te son necesarias y ya no te lo serán».
Cuando Epicteto y Marco Aurelio hablan de juicio (hypolepsis), piensan
en «juicio de valor». Por eso suelo traducir hypolépsis por «juicio de valor».
¿Un idealismo crítico?
Es erróneo comparar, como hace V. Goldschmidt las afirmaciones de Epicteto y de Marco Aurelio con una especie de «idealismo kantiano», que sería completamente distinto de la teoría de la representación objetiva o comprensiva tal como la presentaba Crisipo. Para este último, según V. Goldschmidt, «la comprensión era la continuación natural del asentimiento, él mismo acordado, voluntaria pero necesariamente, a la representación comprensiva. Ahora la comprensión, como en el idealismo kantiano, se aplica a la apariencia más que al objeto en sí. La apariencia que suscita el objeto la elaboramos nosotros; esta subjetividad que deforma lo real debe tomarse como objeto de estudio y criticarse más aún que lo real mismo… Todo transcurre como si la representación, que ya no es comprensible de golpe y por el solo hecho del objeto, se hubiera hecho tal gracias a la actividad del sujeto».
V Goldschmidt no comprendió que la actividad del sujeto, para Epicteto y Marco Aurelio, ya no consiste en producir una representación comprensiva u objetiva, sino precisamente en limitarse a lo que hay de objetivo en la representación objetiva, sin añadirle ningún juicio de valor que la deforme. Según Epicteto (III, 12, 15) en cada representación hay que decir: «Muéstrame tus papeles». «¿Extraes de la naturaleza la marca que debe poseer la representación para ser aprobada?» Este interrogatorio no se dirige a la representación objetiva y adecuada a la que nos adherimos espontáneamente, sino a las otras representaciones, a los otros juicios, a los otros discursos interiores que pronunciamos no sobre la realidad del acontecimiento o de la cosa, sino sobre su valor, y que, justamente, no tienen los «papeles» y la «marca distintiva» de la representación objetiva y adecuada.
V. Goldschmidt da esta falsa interpretación de Epicteto y de Marco Aurelio porque comprende de manera errónea un texto de Epicteto que, en una primera lectura, resulta muy enigmático (Manual, I, 5):
Enseguida, en presencia de cada representación penosa ejercítate en decir respecto a ella: «No eres más que una representación (phantasia) y no del todo lo que te representas (to phainomenon)».
Tal es, al menos, la traducción que propone V Goldschmidt, pero es inexacta. Se trata aquí de una representación «penosa», es decir, que da la impresión de que un objeto o un acontecimiento es doloroso, injurioso o aterrador. Esto significa que a la representación objetiva de un acontecimiento o de un objeto se le añade un juicio de valor. «Esto es penoso». La representación no es objetiva, sino subjetiva. Hay que traducir entonces: «Eres sólo una representación subjetiva», es decir, «Eres sólo una pura representación» (diríamos «una pura imaginación»), «y no eres de ningún modo» («de ningún modo» y no: «no del todo», como traducía V. Goldschmidt) «lo que se presenta realmente». To phainomenon designa aquí el objeto tal como «se presenta» en la representación objetiva y adecuada, es decir, lo realmente percibido.
El descubrimiento simultáneo del mundo y del yo
La disciplina del asentimiento se nos aparece finalmente como un esfuerzo constante por eliminar todos los juicios de valor que podemos emitir sobre lo que no depende de nosotros, sobre todo lo que no tiene valor moral.
Despojados de todos los predicados que los hombres, cegados por su antropomorfismo, les asignan, tales como «aterrador», «temible», «peligroso», «repugnante», «repulsivo», los fenómenos de la naturaleza, los acontecimientos del mundo, aparecen en su desnudez y, como veremos, en su belleza salvaje. Toda realidad se percibe desde la perspectiva de la Naturaleza universal, en el torrente de la eterna metamorfosis, del que nuestra vida y nuestra muerte individuales son sólo una ola ínfima. Sin embargo, en el acto por medio del cual transformamos la mirada que dirigíamos hacia las cosas, tomamos consciencia también de que podemos transformar esa mirada, así, y de que tenemos el poder interior de ver las cosas (entendamos siempre aquí por «cosas» el valor las cosas) tal y como queremos verlas.
Dicho de otro modo, gracias a la disciplina del asentimiento, la transformación de la consciencia del mundo implica una transformación de la consciencia del yo. Y la física estoica, como repetiremos, hace que los acontecimientos aparezcan tejidos inexorablemente por el Destino: el yo toma consciencia de sí mismo como de un islote de libertad en el seno de la inmensa necesidad, y esta toma de consciencia consistirá en delimitar nuestro verdadero yo por oposición a lo que creíamos que era nuestro yo. Será la condición propia de la paz del alma: nada podrá ya alcanzarme si descubro que el yo que creía ser no es el yo que soy.
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