UN PASO DE GIGANTE: HA LLEGADO ARPANET, OCTUBRE DE 1969
En el verano de 1968, mientras gran parte del mundo, de Praga a Chicago, se veía sacudido por la agitación política, Larry Roberts envió una convocatoria de concurso para empresas que quisieran construir los minicomputadores que se enviarían a cada centro de investigación para servir como enrutadores, o «procesadores de mensajes de interfaz», del proyectado ARPANET. El plan incorporaba el concepto de conmutación de paquetes de Paul Baran y Donald Davies, la propuesta de Wes Clark de IMP estandarizados, las visiones teóricas de J. C. R. Licklider y Leonard Kleinrock, y las contribuciones de otros muchos inventores.
De las 140 empresas que recibieron la convocatoria, solo una docena decidieron enviar una oferta. IBM, por ejemplo, no lo hizo. Dudaba que los IMP pudieran construirse a un precio razonable. Roberts convocó una reunión del comité en Monterey, California, para valorar las ofertas que habían recibido, y Al Blue, el especialista en normativas, sacó fotografías de todas ellas con una regla al lado para mostrar su grosor.
Raytheon, el gran contratista de defensa de la zona de Boston, fundado por Vannevar Bush, se situó como el favorito, y llegó incluso a entrar en negociaciones sobre los precios con Roberts. Pero Bob Taylor intervino y expresó la postura, que ya venía defendiendo Wes Clark, de que el contrato debía ser para BBN, que no cargaba con una larga tradición de burocracia corporativa. «Dije que la cultura empresarial de Raytheon y la de las universidades dedicadas a la investigación combinarían mal, como el agua y el aceite», rememoraba Taylor. En palabras de Clark, «Bob se impuso al comité». Robert accedió: «Raytheon tenía una buena propuesta que competía en igualdad con BBN, y el único factor distintivo a largo plazo de cara a tomar mi decisión definitiva fue que BBN tenía un grupo más unido y organizado de tal manera que pensé que sería más eficaz».
Al contrario que la burocratizada Raytheon, BBN contaba con un elenco de ingenieros brillantes y hábiles encabezado por dos refugiados del MIT, Frank Heart y Robert Kahn. Ayudaron a mejorar el plan de Roberts especificando que, cuando un paquete fuese enviado de un IMP al siguiente, el IMP emisor lo mantuviera almacenado hasta recibir confirmación del IMP receptor, y que reenviase el mensaje si la confirmación no llegaba de inmediato. Esa se convertiría en la clave de la fiabilidad de la red. A cada paso, el diseño mejoraba gracias a la creatividad colectiva.
Justo antes de la Navidad, Robert sorprendió a muchos al anunciar la elección de BBN en lugar de Raytheon. Ted Kennedy remitió el acostumbrado telegrama que envían los senadores cuando un ciudadano de su circunscripción consigue un gran proyecto federal. En él, felicitaba a BBN por haber sido escogida para construir el procesador de mensajes de «interfé», que en cierto modo era una descripción apropiada para el papel ecuménico de los procesadores de mensajes de interfaz.
Roberts seleccionó cuatro centros de investigación para que fuesen los primeros nodos de ARPANET: la UCLA, donde trabajaba Kleinrock; el Instituto de Investigación de Stanford (SRI), con el visionario Douglas Engelbart; la Universidad de Utah, con Iván Sutherland, y la Universidad de California en Santa Bárbara. Se les encomendó la tarea de averiguar cómo podían conectarse sus grandes computadores hosts con los IMP estandarizados que se les iban a enviar. Como típicos profesores veteranos, los investigadores de estos centros reclutaron a una tropa variopinta de estudiantes de posgrado para que hiciesen el trabajo.
Los miembros de este joven grupo de trabajo se reunieron en Santa Bárbara para buscar la manera de avanzar, y descubrieron una verdad que seguiría siendo válida aun en la era de las redes sociales digitales; que era muy útil — y divertido — reunirse en persona, interactuar cara a cara. «Hubo una especie de efecto cóctel con el que descubrimos que había mucha afinidad entre nosotros», contó Stephen Crocker, un estudiante de doctorado del equipo de la UCLA que había ido en coche hasta allí con su mejor amigo y colega, Vint Cerf. Así que decidieron reunirse regularmente, alternando las localizaciones.
Crocker, educado y respetuoso, con una cara amplia y una sonrisa aún más amplia, tenía la personalidad perfecta para ser el coordinador de lo que se convertiría en uno de los procesos en equipo arquetípicos de la era digital. A diferencia de Kleinrock, Crocker rara vez usaba el pronombre «yo»; estaba más interesado en repartir el reconocimiento que en reclamarlo. Su sensibilidad hacia los otros le confería un don intuitivo para coordinar un grupo sin tratar de centralizar el control o la autoridad, algo muy apropiado para el modelo de red que estaban tratando de inventar.
Los meses pasaban, y los estudiantes de posgrado seguían reuniéndose y compartiendo ideas mientras esperaban que un funcionario todopoderoso cayese sobre ellos y los mandase para casa. Daban por sentado que en algún momento las autoridades de la Costa Este aparecerían con reglas, normativas y protocolos grabados en piedra para que los obedecieran los meros gestores de los computadores host. «No éramos más que unos cuantos estudiantes de posgrado voluntarios, y yo estaba convencido de que un cuerpo de figuras con autoridad o de adultos llegados de Washington o de Cambridge aparecería en cualquier momento para decirnos cuáles eran las reglas», explicó Crocker. Pero aquella era una nueva era. Se suponía que la red debía ser horizontal, y también debía serlo la autoridad sobre ella. Su creación y sus normas vendrían generadas por el usuario. Sería un proceso abierto. Aunque en parte estaba financiada para facilitar el mando y control militar, lo haría resistiéndose a uno centralizado. Los coroneles habían cedido autoridad a los hackers y académicos.
Así pues, tras un encuentro especialmente divertido en Utah, a comienzos de abril de 1967, esta pandilla de estudiantes de posgrado, que se habían bautizado como Grupo de Trabajo de la Red (Network Working Group), decidieron que sería útil poner por escrito algunas de las cosas que habían imaginado. Crocker, que con su educada falta de pretenciosidad logró que un variopinto grupo de hackers llegasen a un consenso, fue escogido para la tarea. Ansiaba encontrar un planteamiento que no sonara presuntuoso. «Me di cuenta de que el simple acto de poner por escrito lo que estábamos discutiendo podía ser visto como una presunción de autoridad, y que vendría alguien y pondría el grito en el cielo, probablemente un adulto llegado del Este». Su deseo de ser respetuoso no le dejaba pegar ojo, literalmente. «Estaba viviendo con mi novia y con su bebé, de una relación anterior, en casa de sus padres. El único sitio en el que se podía trabajar de noche sin molestar a nadie era el baño, así que me quedaba ahí desnudo y garabateaba notas».
Crocker comprendió esa noche que para su lista de sugerencias y prácticas necesitaba un nombre que no sonara demasiado contundente. «Para recalcar su carácter informal, se me ocurrió la idea absurda de llamarlo “Petición de comentarios” [“Request for Comments”, RFC]; daba igual si era realmente una petición o no». Eran las palabras perfectas para alentar la colaboración en la era de internet: amistosa, nada autoritaria, inclusiva y colegiada. «Seguramente ayudó que en aquellos tiempos evitáramos las patentes y demás restricciones; sin ningún incentivo económico para controlar los protocolos, era mucho más fácil alcanzar un acuerdo», escribió Crocker cuarenta años después.
La primera RFC salió el 7 de abril de 1969, y fue enviada en anticuados sobres a través del sistema postal. (No existía el correo electrónico, ya que aún no habían inventado la red). Con un tono afable e informal, desprovisto de todo formalismo, Crocker expuso la tarea de hallar el modo en que el computador host de cada centro debía conectarse a la nueva red. «A lo largo del verano de 1968, representantes de las cuatro instituciones iniciales se reunieron diversas veces para hablar sobre el software del host — escribió — . Presento aquí algunos de los acuerdos provisionales alcanzados y algunas de las cuestiones sin resolver con las que topamos. Muy poco de lo que hay aquí es en firme y se esperan reacciones». La gente que recibió la RFC 1 sintió que estaba siendo incluida en un proceso divertido, no en uno en que trabajaran al dictado de un puñado de zares del protocolo. Era de una red de lo que estaban hablando, así que tenía todo el sentido que intentasen involucrar a todo el mundo.
El proceso de la RFC fue un precursor del desarrollo de código abierto de software, protocolos y contenidos. «La cultura del desarrollo abierto fue esencial para permitir que internet creciera y evolucionara de una forma tan espectacular como lo ha hecho», diría Crocker más adelante. E, incluso más allá de esto, se convirtió en el estándar para la colaboración en la era digital. Treinta años después de la RFC 1, Vint Cerf escribió una RFC filosófica titulada «La gran conversación», que comenzaba así: «Hace mucho tiempo, en una red muy, muy lejana…». Una vez explicados los orígenes informales de las RFC, Cerf continuaba: «Tras la historia de las RFC está la historia del progreso de las instituciones humanas hacia el trabajo cooperativo». Era una afirmación imponente, y habría parecido presuntuosa si no fuese porque era cierta.
Las RFC condujeron a una serie de estándares host-IMP hacia finales de agosto de 1969, justo cuando se envió el primer IMP al laboratorio de Kleinrock. Cuando llegó a la plataforma de carga de la UCLA, una decena de personas estaban allí para recibirlo: Crocker, Kleinrock, otros miembros del equipo, y también Cerf y su esposa, Sigrid, que había llevado champán. Se llevaron una sorpresa al ver que el IMP tenía el tamaño de una nevera y venía revestido, siguiendo las especificaciones de la máquina militar que era, de acero gris acorazado. Lo llevaron a la sala del computador, lo enchufaron y empezaron de inmediato. BBN había hecho un gran trabajo, y lo había entregado respetando los plazos y el presupuesto.
Pero una sola máquina no forma una red. No fue hasta un mes después, al entregar el segundo IMP al SRI, a las afueras del campus de Stanford, cuando ARPANET pudo empezar a funcionar realmente. El 29 de octubre estaba todo listo para establecer la conexión. El acontecimiento fue apropiadamente informal. No hubo nada que recordase al espectáculo del «un pequeño paso para el hombre, pero un gran paso para la humanidad» que había tenido lugar sobre la Luna unas semanas antes, con quinientos millones de personas siguiéndolo por televisión. En lugar de eso, fue un estudiante universitario llamado Charley Kline, bajo la atenta mirada de Crocker y Cerf, quien se puso unos auriculares telefónicos para coordinarse con un investigador del SRI al tiempo que tecleaba una secuencia de login que esperaba que permitiera a su terminal de la UCLA conectarse a través de la red al computador de Palo Alto, a 569 kilómetros. Tecleó una «L». El tipo del SRI le dijo que la habían recibido. Entonces tecleó una «O». También hubo confirmación. Pero cuando tecleó la «G», el sistema se topó con un problema de memoria debido a una función de autocompletar y se quedó colgado. De todos modos, se había enviado el primer mensaje a través de ARPANET, y si bien no era tan elocuente como «Ha llegado el Águila» o «Lo que Dios ha obrado», era muy adecuado por su sencillez: «Lo», como en «Lo and behold» («Mira por dónde»). En el cuaderno de bitácora, Kline registró, con una notación de un minimalismo memorable: «22.30. Hablamos con SRI Host a Host. CSK». Fue así como en la segunda mitad de 1969 — en pleno revuelo de Woodstock, el incidente de Chappaquiddick, las protestas contra la guerra de Vietnam, Charles Manson, el juicio de los Ocho de Chicago y el festival de Altamont — llegó la culminación de tres empresas históricas que llevaban casi una década gestándose. La NASA había conseguido enviar un hombre a la Luna; los ingenieros de Silicon Valley habían sido capaces de encontrar la manera de colocar un computador programable en un chip llamado «microprocesador», y la ARPA había creado una red que podía conectar computadores distantes. Solo la primera de ellas (¿tal vez la menos importante para la historia?) salió en los titulares.
INTERNET
ARPANET no era todavía internet; era solo una red. Al cabo de pocos años, habían aparecido otras redes de conmutación de paquetes, similares pero no interconectadas. Por ejemplo, los ingenieros del Centro de Investigación de Palo Alto (PARC) de Xerox querían una red de área local que conectara los terminales de trabajo que estaban diseñando a principios de la década de 1970, y un recién doctorado de Harvard llamado Bob Metcalfe ideó una manera de usar cable coaxial (del tipo que se enchufa en los receptores de televisión por cable) para crear un sistema de elevado ancho de banda que denominó «Ethernet». Estaba inspirado en una red inalámbrica desarrollada en Hawái y conocida como ALOHAnet, que enviaba paquetes de datos a través de la señal de UHF y el satélite. Además, había una red de radio por paquetes en San Francisco, denominada PRNET, y una versión vía satélite llamada SATNET. A pesar de las similitudes, estas redes de conmutación de paquetes no eran compatibles ni interoperables.
A principios de 1973, Robert Kahn se propuso remediarlo. Tenía que haber una manera, decidió, de interconectar todas estas redes, y él estaba en posición de hacerlo realidad. Había dejado BBN, donde había ayudado a desarrollar los IMP, para convertirse en el director de proyectos de la Oficina de Técnicas de Procesamiento de la Información de la ARPA. Tras trabajar en ARPANET y PRNET, se marcó la misión de crear un sistema que sirviera para conectarlas entre ellas y con otras redes de paquetes, un objetivo que sus colegas y él comenzaron a llamar «internetwork» («interred»). Al poco tiempo, el nombre se abrevió un poco, a «internet».
Como socio en este empeño, Kahn escogió a Vint Cerf, que había sido el aliado de Steve Crocker en el grupo, escribiendo RFC y desentrañando los protocolos de ARPANET. Cerf se había criado en Los Ángeles, donde su padre trabajaba para la empresa que fabricó los motores del programa espacial Apolo. Al igual que Gordon Moore, creció jugando con un kit de química en los tiempos en que estos eran deliciosamente peligrosos. «Teníamos cosas como magnesio en polvo, aluminio en polvo, y azufre, glicerina y permanganato de potasio — contó — . Cuando los juntabas, ardían en llamas». En quinto curso le aburrían las matemáticas, así que el maestro le dio un libro de álgebra de séptimo. «Me pasé el verano entero solucionando cada uno de los problemas del libro — dijo — . Los que más me gustaban eran los problemas de enunciado, porque eran como pequeños relatos de misterio. Tenías que averiguar quién era “x”, y yo siempre tenía curiosidad por descubrir quién resultaría ser». También se sumergió de lleno en la ciencia ficción, en particular en los libros de Robert Heinlein, y comenzó con su tradición de leer prácticamente todos los años la trilogía de El señor de los anillos, de J. R. R. Tolkien.
Cerf había sido un bebé prematuro y a causa de ello tenía una discapacidad auditiva, por lo que empezó a llevar audífonos a los trece años. Por aquella época comenzó también a ir al colegio con americana y corbata y llevando un maletín. «No quería encajar con todos los demás — explicó — . Quería parecer diferente, llamar la atención. Esa era una manera muy eficaz de hacerlo, y era mejor que llevar un aro en la nariz, que era algo que en los años cincuenta mi padre seguramente no habría tolerado.
En el instituto, Crocker y él se hicieron los mejores amigos, y pasaban los fines de semana juntos, concibiendo proyectos científicos y jugando al ajedrez tridimensional. Tras graduarse en Stanford y trabajar un par de años en IBM, empezó a estudiar el doctorado en la UCLA, donde se incorporó al grupo de Kleinrock. Allí conoció a Bob Kahn, y siguieron estando muy unidos después de que este fuese a trabajar a BBN y más tarde a la ARPA.
Cuando Kahn se embarcó en su iniciativa de la interred en la primavera de 1973, visitó a Cerf y le describió todas las redes de conmutación de datos que habían surgido además de ARPANET. «¿Cómo vamos a conectar todos estos tipos tan distintos de redes de datos?», se preguntaba Kahn. Cerf aceptó el reto, y los dos se lanzaron a una colaboración febril de tres meses que conduciría a la creación de internet. «Congeniamos enseguida en esto — explicó Kahn tiempo después —. Vint es la clase de tipo al que le gusta arremangarse la camisa y decir: “Vamos allá”. Para mí fue un soplo de aire fresco.
Empezaron por organizar un encuentro en Stanford en junio de 1973 para recabar ideas. Como resultado de este planteamiento en equipo, explicó después Cerf, la solución «resultó ser el protocolo abierto en el que todo el mundo metía baza en un momento u otro. Con todo, la mayor parte del trabajo lo realizaron como un dueto Kahn y Cerf, que se recluían para sus intensas sesiones en la Rickeys Hyatt House de Palo Alto o en un hotel cerca del aeropuerto de Dulles. «A Vint le gustaba ponerse a hacer dibujos de telarañas — contó Kahn —. Muchas veces estábamos manteniendo una conversación y decía: “Deja que te haga un dibujo de eso”»
Un día de octubre de 1973, Cerf hizo un sencillo esbozo en el vestíbulo de un hotel de San Francisco que esquematizaba su idea. Mostraba diversas redes, como ARPANET y PRNET, cada una con montones de computadores host conectados, y un grupo de computadores haciendo de puertas de enlace, que trasmitirían paquetes entre cada una de las redes. Por último, pasaron todo un fin de semana en la oficina de la ARPA próxima al Pentágono, donde estuvieron casi dos noches seguidas sin dormir, y terminaron en un Marriott cercano para dar buena cuenta de un desayuno triunfal.
Descartaron la idea de que cada red pudiese conservar su propio protocolo, a pesar de que así no era tan fácil vender la idea. Querían un protocolo común. Esto permitiría que la nueva interred creciera vertiginosamente, dado que cualquier computador o red que usara el nuevo protocolo podría conectarse sin necesidad de un sistema de traducción. No debía haber costura alguna en el tráfico entre ARPANET y cualquier otra red. Así que se les ocurrió la idea de que todos los computadores adoptaran el mismo método y la misma plantilla para remitir sus paquetes. Era como si todas las postales que se envían en el mundo tuvieran que llevar una dirección en cuatro líneas y especificar el número de la calle, la ciudad y el país usando el alfabeto romano.
El resultado fue un Protocolo de Internet (IP) que indicaba cómo introducir el destino del paquete en su encabezado y ayudaba a determinar cómo viajarían a través de las redes para llegar hasta allí. Por encima de este, había un Protocolo de Control de la Transmisión (TCP) que mostraba el orden correcto en el que había que reacoplar los paquetes, los revisaba para comprobar si faltaba alguno y reclamaba la transmisión de cualquier información que se hubiese perdido. Ello se daría a conocer como TCP/IP. Kahn y Cerf lo presentaron en un artículo titulado «Un protocolo para la interconexión de redes de paquetes». Había nacido internet.
En el vigésimo aniversario de ARPANET, en 1989, Kleinrock, Cerf y muchos otros pioneros se reunieron en la UCLA, donde se instaló el primer nodo de la red. Hubo poemas, canciones y versos burlescos escritos para conmemorar la ocasión. Cerf interpretó una parodia de Shakespeare, titulada «Rosencrantz y Ethernet», que elevaba a dilema hamletiano la elección entre la conmutación de datos y los circuitos exclusivos:
¡Todo el mundo es una red! Y todos los datos en ella, meros paquetes que se almacenan y reenvían por breve tiempo en las colas y de los que no volvemos a oír jamás. ¡He aquí una red esperando a ser conmutada! ¿Conmutar o no conmutar? Esa es la cuestión: ¿más sabio para la red sufrir estocástica del almacenamiento y reenvío, alzar sus circuitos frente a un mar de paquetes que ser su devota servidora?
Una generación después, en 2014, Cerf estaba trabajando en la sede de Google en Washington D. C., aun pasándolo bien y asombrado ante las maravillas que habían obrado al crear internet. Con unas Google Glass puestas, señalaba que cada año trae algo nuevo. «Las redes sociales — me uní a Facebook como experimento —, las aplicaciones para empresas, los dispositivos móviles… No dejan de aparecer cosas nuevas en internet — afirmó —. Se ha multiplicado por un millón. No hay muchas cosas que puedan hacer eso sin romperse. Y, aun así, a aquellos viejos protocolos que creamos les va estupendamente».
CREATIVIDAD EN RED
Así pues, ¿Quién merece llevarse más reconocimiento por la invención de internet? (Reservémonos los inevitables chistes sobre Al Gore). Al igual que con la invención del computador, la respuesta es que fue un ejemplo de colaboración creativa. Tal y como explicaría Paul Baran a los escritores especializados en tecnología Katie Hafner y Matthew Lyon, empleando una bella imagen que se aplica a toda innovación:
El proceso de desarrollo tecnológico es como construir una catedral. En el curso de varios cientos de años, va llegando gente nueva, cada persona deposita un bloque sobre los antiguos cimientos y dice: «He construido una catedral». Al mes siguiente, se coloca un nuevo bloque encima del anterior. Y entonces aparece un historiador y pregunta: «Bueno, ¿Quién ha construido esta catedral?». Peter puso algunos bloques por aquí, y Paul añadió algunos más. Si no vas con cuidado, puedes engañarte a ti mismo y acabar creyendo que hiciste la parte más importante. Pero la realidad es que cada contribución tiene que partir de un trabajo previo. Todo está vinculado al resto.
Internet fue construido en parte por el gobierno y en parte por empresas privadas, pero principalmente fue la creación de un grupo sin ataduras formado por académicos y hackers que trabajaban como iguales y compartían libremente sus ideas creativas. El resultado de esta colaboración entre iguales fue una red que facilita la colaboración entre iguales. No es una mera casualidad. Internet vio la luz bajo la creencia de que el poder debía ser distribuido, y no centralizado, y de que había que burlar cualquier dictado autoritario. En palabras de Dave Clark, uno de los primeros integrantes del Equipo de Trabajo de Ingeniería de internet: «No aceptamos reyes, ni presidentes, ni votaciones. Creemos en el consenso aproximado y en el código que funciona». El resultado fue una red de uso común, un lugar donde las innovaciones nacen de la colaboración abierta y se escriben en código abierto.
La innovación no surge del empeño de un solitario, e internet es un ejemplo perfecto. «Con las redes de computadores, la soledad de la investigación queda reemplazada por la riqueza de la investigación compartida», afirmaba el primer número de ARPANET News, el boletín oficial de la nueva red.
Los pioneros J. C. R. Licklider y Bob Taylor comprendieron que internet, por el modo en que fue construido, tendía por su propia naturaleza a promover las conexiones entre iguales y la formación de comunidades online. Esto abría hermosas posibilidades: «La vida será más feliz para el individuo conectado a la Red, porque la gente con la que interaccionará de un modo más intenso será escogida más por una comunión de intereses y objetivos que por los azares de la proximidad», escribieron en un visionario artículo de 1968 titulado «El computador como dispositivo de comunicación». Su optimismo rayaba en el utopismo. «Habrá multitud de oportunidades para que todos (los que puedan permitirse un terminal) encuentren su vocación, pues el mundo entero de la información, con todos sus campos y disciplinas, estará abierto para él».
Pero eso no ocurrió de inmediato. Después de la creación de internet a mediados de la década de 1970, todavía fueron necesarias algunas innovaciones más para que pudiera convertirse en una herramienta transformadora. Seguía siendo una comunidad vallada, abierta principalmente a las instituciones militares y académicas. No fue hasta principios de los ochenta cuando los equivalentes civiles de ARPANET se abrieron por completo, y pasarían aun diez años más antes de que los usuarios domésticos corrientes pudiesen acceder.
Y había, además, un importante factor restrictivo: las únicas personas que podían usar internet eran aquellas con acceso activo a los computadores, que seguían siendo grandes, intimidantes y caros, no el tipo de aparato que uno podía comprar en un RadioShack. La era digital no podría ser verdaderamente transformadora hasta que los computadores fuesen verdaderamente personales.
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