Los libros, vehículos de nuestra memoria capaces de transformar el futuro, no surgieron de una inspiración repentina, fueron un invento deseado y buscado. Muchas mentes de siglos distintos trabajaron para mejorarlo, explorando ingeniosas posibilidades. El ansiado soporte para la liescritura debía ser a la vez pequeño, ligero, flexible, fácil de transportar y — en los mejores sueños — también perdurable. Un artilugio que permitiese la lectura con las manos, que pudiese guardarse en las alforjas, que diese facilidades para viajar y su quieto opuesto: almacenar. Un artefacto robusto, capaz de soportar el desgaste del tiempo y de resistir las trituradoras manos de los niños. Un objeto sencillo en el que encapsular los conocimientos más complejos. Sabiduría portátil para ser guardada en el interior de un arcón o bajo la almohada, para prestar a un amigo y para acompañarnos en la aventura de un país a otro. Gracias a ese utensilio soñado, las historias de los padres cabrían en la mochila de sus hijos, junto con los recuerdos y esperanzas heredadas. Objetos que rozan la perfección, los libros han sido botes salvavidas para nuestro tesoro de palabras en los naufragios del tiempo.
En esos cofres de páginas hemos preservado nuestras mejores ideas. Sin ellos, tal vez habríamos olvidado a aquel puñado de griegos temerarios que se lanzaron a un peligroso experimento de responsabilidad colectiva al que llamaron «democracia». A los médicos hipocráticos, que crearon el primer código deontológico de la historia, donde se comprometían a cuidar a quienquiera que lo necesitase: «Ten en cuenta los medios de tu paciente. Y si tienes oportunidad de servir a alguien que se encuentra en dificultades económicas, préstale plena asistencia». A Platón, que en su República reclamó el acceso de las mujeres a las tareas de gobierno y a todos los oficios:
Ninguna ocupación en el gobierno del Estado corresponde a la mujer por ser mujer ni al hombre en cuanto hombre, sino que las dotes naturales están similarmente distribuidas entre ambos, y la mujer participa, por naturaleza, de todas las ocupaciones, lo mismo que el hombre.
O los códigos legales de aquellos locos romanos que modelaron nuestra idea de ciudadanía. A Quintiliano, maestro nacido en la actual Calahorra, quien se opuso a los castigos humillantes en la escuela y afirmó que el deseo de aprender depende solo de la voluntad, «donde no cabe violencia». O a ese cristiano nacido en Siria, Pablo de Tarso, que pronunció quizá el primer discurso igualitario cuando dijo: «No hay judío ni griego, ni esclavo ni hombre libre, ni hombre ni mujer».
Conocer los hallazgos de nuestros ancestros nos ha inspirado ideas tan extravagantes en el reino animal como los derechos humanos, la democracia, la confianza en la ciencia, la libertad, la sanidad universal, la educación obligatoria, el valor de un juicio justo y la preocupación social por los débiles. ¿Quiénes seríamos hoy sin ellas?

✺ Considera contribuir
Si encuentras valor en el contenido que ofrezco y aún no estás listo para suscribirte, considera realizar una donación. Tu apoyo me ayuda a mantener la calidad de mi trabajo y a seguir compartiendo contenido valioso. ¡Gracias por tu generosidad!
✦ Dona aquí → robqor.gumroad.com/coffee


